Denise Phé-Funchal habla sobre el cambio en nuestra perspectiva de nuestras marcas favoritas al crecer y entender mas sobre sus practicas.
Denise Phé-Funchal – Escritora
Denise Phé-Funchal – Escritora
Despertar de la niñez
A diferencia de nuestros padres, los nacidos a partir de la década de 1970 crecimos rodeados de marcas, desarrollamos desde chicos una relación –en algunas ocasiones, casi afectiva- con ellas. Sí, con esos entes anónimos, con grandes corporaciones de productos de lujo, que a la larga, se han convertido casi, casi, en una necesidad.
¿Quién de nosotros no se declaró en algún momento como “amante” del refresco X o del Y? ¿O de la venta de hamburguesas A y, unos años más tarde, la B? La cosa, según me recuerda la memoria, era muy similar a un fanatismo deportivo o religioso. Por otro lado, hasta hace unos años, también recuerdo anuncios en la prensa de viajes –a los que mayoritariamente iban mujeres- a un país vecino para ir de compras, de shopping, a una de las tiendas que, en nuestras latitudes, sigue siendo considerada un lujo de la moda.
Así crecimos, estableciendo relaciones con marcas. Sintiendo que eran parte de nuestra identidad. Recuerdo incluso acalorados debates entre compañeros que declaraban las ventajas en sabor, color, diseño de los productos que se convertían en parámetros sociales. Si usabas, bebías, consumías esta o aquella, tenías más estilo, dinero, clase que los demás.
Sin embargo, al entrar en esa otra etapa de la conciencia, la adultez, muchos supimos de las condiciones de trabajo que están detrás de nuestro acceso a esos productos. ¿O no han pasado ustedes por alguna de las ventas de hamburguesas –y ahora de muchos otros tipos de comida- y visto a muchachos y no tan muchachos durmiendo en las bancas del lugar donde una horas antes, pululaban los clientes? No se trata, por supuesto, solamente de esto, de gente esperando que amanezca para tomar un destartalado e inseguro bus e irse a casa a descansar mientras inicia el próximo turno. Va más allá.
En los últimos años, las redes sociales nos han mostrado de frente –aunque estas compañías lo nieguen- las repercusiones humanas y ambientales de la producción de muchos de esos productos. Niños y adultos cuasi esclavos que producen las blusas, pantalones, bolsos y demás accesorios para que nos sintamos a la moda. Millones de litros y miles de fuentes de agua contaminados por las productoras de bebidas –alcohólicas y no alcohólicas- que nos dan a un precio altísimo un momento de satisfacción. Acres y más acres de tierra deforestada a favor de las grandes hamburgueserías.
Recuerdo una de esas veces en las que en las redes se compartió un artículo sobre las condiciones de trabajo de los chicos que están detrás esta marca de ropa que todo el mundo parece adorar, aunque solo un pequeño porcentaje quepa en ella. Y recuerdo el comentario de alguien en mis redes que decía algo como “a mí que no me pongan a pensar en los demás, que no es asunto mío y que de todas formas no se trata de niños guatemaltecos” y casi vociferaba -por escrito- a favor de su derecho a consumir sin pensar en los demás.
Lo complicado del asunto es que no se trata de lo que pasa a nivel local, sino en todo el mundo occidentalizado. Contaminación, ese es el legado de las marcas, contaminación que durará por años, siglos, si sobrevivimos.
Desde hace unos años, evito, lo más que puedo, consumir esas marcas, comprar artículos envasados o forrados en plástico, tomar bebidas carbonatas, usar ropa de explotadores. Es difícil, sí, difícil y caro porque para este mundo el tener conciencia es algo por lo que se debe pagar. ¿Y ustedes? ¿Conocen las condiciones laborales y el impacto ambiental de sus marcas favoritas? Quizá sea tiempo de hacerlo.