03/11/2015
Por Verónica Molina Lee, vía Plaza Pública
Hacía el súper de la semana cuando escuché una voz femenina decir: «Es que ella tiene baja autoestima, porque ya no es virgen y todo el mundo se enteró».
Sin mucho disimulo volteé esperando encontrarme con una señora de antaño con olor a naftalina, pero no fue así.
Era una joven de 18 o 19 años que hablaba por celular y no se decidía por una caja de cereal. Pensé que ese discurso ya estaba en agonía y recordé aquellas lecciones cargadas de culpa que con el tiempo deseché.
En mi época se hablaba de la virginidad a tal punto que yo me imaginaba la entrepierna forrada de papel celofán y adornada con una estrambótica moña brillante, un regalo listo para destapar, por única vez, a quien resultara siendo el mejor postor. Un regalo, me repetían, pero más me parecía una condena que buscaba atarme a alguien de por vida.
Sin embargo, para mi suerte, desobedecí. Y no, no me sentí como un regalo ni evidencié mi nuevo kilometraje. No vi corazones flotar ni escuché la marcha nupcial. No pasó nada de toda esa farsa que circula alrededor de nuestra sexualidad. Fue lo que fue, con lo peculiar de una primera vez. Punto y final.
Pero al parecer el discurso sigue vigente. Y aunque quisiera que esto nada tuviera que ver conmigo, todo tiene que ver con nosotras, pues crecimos con esto y entendemos el peso que se tumba sobre nuestra espalda.
Pero sobre todo advertimos el miedo de creer que después de una primera vez no valemos nada. Ante esto me rehúso a convertir esta experiencia humana, tan maravillosa y gratificante como se lo permitamos, en un acto que nos condena a vivir una sexualidad solapada.